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martes, 8 de septiembre de 2009

Ser niño ahora es otra cosa. Reportaje a José Saramago



‘Es otra especie… es una forma distinta de ser un ser humano. Son otros… Lo peor es que no saben nada de aquello de lo que nosotros sabíamos todo’.
Patricia Kolesnicov Clarín
‘Y pensar que un día el sol se apagará y esto ya habrá terminado’, dice José Saramago en el silloncito de su escritorio en Lanzarote.

El escritor ha subido hasta aquí —es un primer piso— desde su jardín, donde hacía un rato muy largo estaba sencillamente sentado, mirando el mar. Atardece en la isla, el festival de colores del agua y la tierra negra da un descanso, el Premio Nobel de Literatura 1998 habla de su escepticismo.
‘Dicen que el sol en determinado momento ocupará tres cuartos del cielo. Y todo lo que hemos hecho de bueno y de malo se perderá como si no hubiera pasado nada y el universo seguirá, sin enterarse de que hemos estado aquí. Eso me parece bien, porque nosotros no nos merecemos la vida. No merecemos la vida porque hemos hecho con ella algo tan deplorable, tan miserable como lo que tenemos ante nuestros ojos. No valemos la pena’.
Siempre fue descarnado para opinar, José Saramago, y ese mal se le ha agravado con los años. A punto de cumplir los 84, enamorado de su mujer —la andaluza Pilar del Río—, requerido por universidades de todo el mundo, mimado por los medios y las editoriales, consagrado por millones de lectores, su análisis del presente no se ha dulcificado. Que a él le vaya bien no quiere decir que el mundo esté bien para este autodeclarado ‘comunista hormonal’.
Hay que saber que esta vida con viajes en primera y buenos vinos y jefes de gobierno cenando en la cocina de su casa tiene un poco de la saga del self made man: la cuna de Saramago estaba bien lejos de cualquier oro y eso es algo que él —no lo dice, se le nota— sabe cada vez que abre los ojos. Pero que ahora recuerda especialmente: el día de su cumpleaños presentará en Azinhaga —el pueblo donde nació— Las pequeñas memorias, un libro en el que cuenta su infancia. Y lo ha hecho recordando. Es descarnado, dijimos; no lo será menos consigo mismo.— ¿Cuál es su primer recuerdo?— El primer, primer recuerdo… es traumático mi primer recuerdo, yo era muy pequeño, mi hermano Francisco ya había muerto, así que supongo que tenía tres años… Yo no sé cómo lo va a contar usted…
— ¿Qué pasó?— Vivíamos en un barrio pobre, en una habitación sola…
— ¿Entonces?— Yo estaba en la calle, una calle que yo no puedo recordar cómo era y tres o cuatros chicos —mayores que yo— me llevaron, me apartaron, me bajaron los pantalones y me introdujeron un alambre por la uretra.Silencio.
El hombre se calla y no hay cómo seguir. La cinta del grabador corre en blanco.
— Es cierto —destraba Saramago—. Ya le he dicho que es traumático y que no sé cómo lo va a contar.
— Como lo cuenta usted.— Yo grité, ellos se asustaron, mi madre apareció y yo con el pene sangrando… Ya no me acuerdo cómo me curaron. Después eso no me ha condicionado en nada, no he tenido pesadillas ni nada. Es algo molesto, más que molesto, peor que molesto, pero es algo pasado. Cuando me pregunta cuál es el primer recuerdo, es ése. Empezó mal.

— ¿Usted lo cuenta en su libro?

— Lo cuento entre otras cosas. Porque este libro anda en mi cabeza desde hace muchísimo. Al principio, pensé en llamarlo El libro de las tentaciones. Porque pensaba que cuando el niño aparece, el mundo entero es una tentación, todo puede gustarle; el mundo lo tienta con lo bueno, con lo malo, con lo horrible, con lo atractivo. Le ofrece todo, le propone todo. De ahí fui pasando a esta otra idea del recuerdo de la infancia y la preadolescencia. Y entonces le cambié el título.
— ¿Las memorias van siguiendo algún hilo?

— No, no. Podría haber intentado reconstruir cronológicamente los hechos. Pero eso sería aburrido. ¿Cómo llenaría los espacios vacíos? Entonces, lo que el lector va a encontrar es una especie de caleidoscopio de episodios que han venido al recuerdo, sólo aparentemente desordenados.
— ¿Cómo hizo la ‘investigación’?

— Antes no me había dado cuenta: uno recuerda algo y, si no lo trabaja en la memoria, se queda con las impresiones más fuertes; pero cuando se empieza a recordar también se va descubriendo que la memoria tiene capas superficiales y profundas, así que al interrogarla una y muchas veces surgen hechos que parecían olvidados. A medida que escribía, aparecían personas, nombres, situaciones, ocurrencias, cosas, olores, rostros… La primera persona en asombrarse con lo que ha podido acordarse soy yo.

— ¿Y eso le resultó conmovedor?

— Hubo momentos en que sí y sabía que me iba a enfrentar a recuerdos que volverían a emocionarme. Pero hubo otros que fue como si los hubiera descubierto, fue como si no fueran recuerdos y sí ‘invenciones’, como si poco a poco fuera encontrando las partes que faltaban. Por otro lado, nunca ha sido mi intención juntar simplemente recuerdos. Sobre todo, tenía curiosidad por saber qué persona era ésa que he sido durante la infancia.

— ¿Cómo era ese niño?

— A mí siempre me ha gustado, tengo que confesarlo. Yo era un niño muy serio, tranquilo, que durante un período tenía pesadillas horrorosas; pero no he sido nunca un niño turbulento, complicado, eso no lo he sido nunca, era más bien callado. Me gustaba estar solo. En el pueblo, cuando estaba en casa de mis abuelos maternos, salía de casa, agarraba mi palo y algo de comer; decía ‘abuela me voy’ e iba camino del río; al campo, a los olivares, todo eso…
— ¿Ese niño le dio alguna respuesta sobre el hombre que es hoy?

— El epígrafe del libro dice: ‘Déjate llevar por el niño que has sido’. Creo que no he cambiado mucho. Sigo teniendo que ir al jardín a mirar los árboles, los cactus, los pájaros. Y con la misma atención con que miraba cuando era niño una araña haciendo su telaraña en un árbol, me encuentro ahora con un lagarto de esos que viven aquí, en el jardín.
— ¿Pudo ver cosas de su infancia que antes no había advertido?

— En este libro se encuentran las luces y se encuentran las sombras. Hay cosas difíciles: su padre le pega a su madre y usted lo recuerda. La infancia tiene su dolor y el adulto que soy lo cuenta y lo cuenta tratando de no mirar a otro lado cuando tiene que recordar algo que no es agradable.
— Pero juzga el episodio con su mirada de hoy…

— Yo no hago juicios, puedo comentar algo. Un comentario que dice más o menos: ‘Quizás por eso que acabo de decir no le he levantado jamás la mano a una mujer, fue una vacuna’

— ¿Qué sentía en ese momento?

— Era muy duro. Pero ésta es una reflexión de adulto. El niño no ve el paisaje, el niño está en el paisaje. No está especulando, no está haciendo reflexiones, está solamente viviendo el instante.

— ¿Qué diferencia ve entre los chicos de su época y los de ahora?

— Ser niño ahora es otra cosa. En ese tiempo, y mucho más en el pueblo, no había nada, nada, nada. En la ciudad tenías la prensa y había una radio primitiva… ¿Qué tiene que ver eso con los niños de las play station, que son capaces de mirar un aparato y descifrar inmediatamente cómo funciona? Es otra especie, no es sencillamente otra especie de niño: es una forma distinta de ser un ser humano. Son otros.

— ¿Peores?

— Lo peor es que no saben nada de aquello de lo que nosotros sabíamos todo.

— ¿Cruzar un río? ¿Arrancar una manzana de un árbol?

— Todo eso, todo eso. Ahora los niños ya lo han hecho todo a los 8 años. Todo lo que es virtual. Y a lo mejor, ese niño nunca llegue a tomar una lagartija con la mano. No es que sea mejor o peor…
— ¿No?

— Bueno, si yo fuera un niño ahora quizás me parecería absurdo estar en un pueblo, ir al río, andar descalzo, a veces no sabe el frío que daba caminar por la piedra. Hablo de nuestros niños, obviamente, que lo tienen todo. Nosotros teníamos lo que nos hacíamos, un barco de corcho tallado a la navaja…
— Entonces sí piensa que una infancia es mejor que otra…

—Yo creo que sí, creo que sí. ¿En qué se van a convertir estos niños? A lo mejor miran un árbol o un animalito pero en la televisión, porque lo que importa no es la cosa sino la imagen de la cosa. Y es mucho más divertido mirar una lagartija o bajar al jardín y ver todos los días cómo está creciendo el olivo, para mí lo es. Pero fíjese que están destruyendo el medio ambiente, ya ni siquiera hay motivo para ir a ver cómo eran los campos de mi infancia…
— No hay árboles a los que trepar…

— El paisaje es otro. Y yo soporto mal que me corten una planta, lo soporto mal. No quiero que las cosas cambien.
— ¿Siempre fue así?

— Quizás inconscientemente sí, pero con la edad tengo conciencia de ello. No es que sea conservador, soy lo que ahora se llama ‘conservacionista’. Yo quiero cambiar el mundo, pero no quiero cambiar las cosas que me rodean.

— ¿Cambiar el mundo?

— A mí me da amargura pensar que el mundo que dejamos es peor que el que recibimos. Y creo que es peor porque no hemos podido, o no hemos servido, o no hemos querido hacerlo mejor. El mundo no será nunca un paraíso [si el paraíso alguna vez existió, y de existir ¿cómo sería?]. Pero ahora, por fin, tenemos los medios para resolver los problemas de los humanos. Simplemente no usamos esos medios

.—¿Usted disfruta de la vida que lleva?

— Sí, disfruto. Me cabrea un poco tener la edad que tengo, eso me cabrea. No por tenerla sino por no tener otra vida larga por delante. La vida larga ya la viví.
Silencio. Otra vez, un silencio que se prolonga.
— En el fondo, repetiría las palabras de mi abuela, que una noche, ya muy vieja, dijo: ‘El mundo es tan bonito y me da mucha pena morir’. La diferencia entre vida y muerte es haber estado y ya no estar.
— Es difícil pensar en no estar.— No, es fácil. Es fácil pensarlo pero no es fácil asimilarlo. Hace un rato estaba sentado en aquella silla mirando el mar… es haber estado sentado en esa silla, donde usted me fue a buscar. Mañana estará el mar, estará la silla, no estará la persona que estuvo sentada en ella.


El arte de José Saramago llega a mi alma... y la moviliza...

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